Los Candidatos y el odio

El odio en Colombia

Estamos por estos días en el punto más caliente del debate político. Y, como es normal, el debate incrementa los odios. En ninguna época del año se hace tan evidente la forma en que odia el colombiano. Se odia al de derecha, se odia al de izquierda, se odia al de centroizquierda o al de centroderecha y todos quieren ser el centro de opinión. Me dañan el genio las noticias y me daña el día la ponzoña que reina en las redes sociales.

presunción de inocencia

No creo que al candidato extraño a mis afectos se le pueda considerar  una porquería y no juzgo por su pasado. Si ha cometido algún  delito, para denunciarlo están los juzgados y, para juzgarlo, los tribunales. Y no me creo autorizado a privar a los demás, políticos o no, del derecho a la presunción de inocencia; la violación de ese derecho se la dejo a la prensa.

paz en redes sociales

 A estas alturas del debate ya tengo claro quién va a ser mi candidato. Y no lo voy a gritar ante ustedes aquí, en las redes sociales. No quiero dañarles el genio. Debo respetar la paz del fin de semana de cada uno de ustedes; y para respetar la mía, no voy a abrir Facebook, ni Twitter, ni Instagram, ni nada. A estas alturas ya nadie me convence.

Democracia y aristocracia

 Y que gane el que diga la mayoría. No digo que gane el mejor, porque no hay mejores ni peores. Así es la democracia. Gana la mayoría, no el mejor. Si se votara por el mejor, estaríamos en una aristocracia.

 

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Tiempos de Clientelismo

Hay que votar

Es tiempo de elecciones. O en tiempos de clientelismo, que es lo mismo. Como si no fuera igual la cuota de votos que la mordida, aceptamos que los gamonales les pidan a los funcionarios públicos, además de la cuota mensual para el partido, su cuota de votos para elegir al de siempre. Y la rueda sigue rodando para mantener las cosas como están, los mismos con las mismas. Eso es Colombia.

Pero hay que votar. Rojo o azul, verde, amarillo o variopinto, hay que votar. Cada uno según sus intereses. No podría ser de otra forma. Votar es la manifestación más elemental de la democracia, y hace ya casi treinta años que decidimos ser una nación democrática. Bueno, lo decidieron los que en ese momento nos representaban. Eso es la democracia, no?

No somos una nación

Lo que no está muy claro es que seamos una nación. Nadie sabe cuáles son los valores culturales que nos unen. Cuando juega la Selección somos uno, pero si juegan Nacional y el Once somos enemigos. Por eso el fútbol no puede ser lo único que nos una. El fútbol es demasiado trivial para ser el soporte de una nación.

No somos una nación, y eso es lo que aprovecha el clientelismo. Votamos siguiendo nuestros propios intereses, y siguiendo sus propios intereses los clientelistas nos dicen que votemos por ellos. No tenemos intereses comunes. Por eso no somos nación.

Los ideales también hacen nación

Pero podemos empezar a serlo. Todo en la vida tiene un principio. Y el primer paso está en las propuestas que hacen los políticos, clientelistas o no, para que votemos por ellos. Ellos sueñan con gobernar, y soñando nos meten sus mentiras. Y así gobiernan. Como los ideales son sueños, esas mentiras que creemos pueden empezar a ser el ideal. Y cada político, clientelista o no, inventaría la suya. Y votaríamos por ellos a sabiendas de que lo que prometen es mentira; después de todo, así ha sido siempre en la historia de Colombia. De esta forma el ideal general sería la resultante de las mentiras por las que voten la mayoría de los colombianos.

Controlar el clientelismo

Y hay un segundo paso que por pereza los colombianos no hemos decidido dar: hacerle seguimiento a cada promesa. Si los electores de cada candidato le hicieran control anual a la mentira por la que votan, podrían al final entender que la promesa no era más que un engaño para persuadir incautos. Y cada clientelista empezaría a ser controlado por sus electores de principio a fin.

Y un tercero, que consiste en desechar al clientelista que incumple. Si controláramos podríamos señalar, podríamos protestar, podríamos acusar. Y basándonos en el control a la mentira por la que hubiéramos votado, en las elecciones siguientes podríamos decirle al funcionario público de la familia por qué no le vamos a regalar el voto.

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Democracia Utópica

La democracia polariza

Dicen los más optimistas que democracia es un sistema de gobierno en el que los pueblos pueden gobernarse ellos mismos. Otros, al parecer pesimistas, dicen que la democracia no existe, que es sólo un antifaz que tapa la cara de los que nos manipulan. Todos discuten. Los de izquierda piensan que en el corazón de un gobernante de derecha no puede caber la democracia y, los de derecha, están obsesionados con la idea de recordarle a la masa indecisa los pecados contra la democracia que han cometido los gobernantes de izquierda. Hasta ahí llega la profundidad del discurso político en Colombia. Nadie entiende que la democracia implica polarización. Y tras la discusión todos quedan con la misma frustración porque en últimas no se sabe qué es democracia y nunca va a haber un candidato considerado demócrata al mismo tiempo por la derecha y por la izquierda.

Y nos pasamos la vida esperando un mesías que nos gobierne sabiamente y que nos dirija a un paraíso de bienestar y progreso que sólo existe en los sueños ilusos de los electores y en las palabras vacías de los candidatos. Vivimos en un sueño que nunca se cumple y que sólo sirve para que los avivatos nos sigan metiendo la mano en el bolsillo.

Una utopía llamada democracia

Tal vez la causa de todo esto sea que no estemos dando correctamente los pasos que puedan conducirnos por camino seguro hacia ese ideal llamado democracia. Tal vez la democracia no sea asunto de los gobernantes sino de los gobernados. Tal vez no sea posible que exista un gobernante demócrata por el simple hecho de que todos tenemos intereses personales. Tal vez el problema de las democracias esté en los pueblos mismos. Si un pueblo no es capaz de gobernarse, el que trate de gobernarlo posando de demócrata será visto como un pendejo. Y para que un pueblo pueda llegar a gobernarse necesita tener claros sus fines. Por eso la democracia es utopía. Por definición, la democracia sólo es posible si un pueblo elige, controla y, en casos extremos, depone a sus gobernantes. Cuando un pueblo elija, cuando un pueblo controle y cuando un pueblo sea capaz de destituir a sus gobernantes, podrá soportar presidentes y congresistas totalitarios de derecha o de izquierda y entonces se podrá decir que es una nación democrática. Y seguirá siéndolo en el tiempo, siempre en pos de sus propios fines, independientemente de las ideologías de sus gobernantes. Sólo cuando el pueblo sea demócrata podremos hablar de esa utopía llamada democracia.

Redes de locura

Hoy tenemos herramientas que pueden ayudarnos a participar de manera más directa en el gobierno. La tecnología se inventó el Twitter, el Facebook, el Instagram y otras redes que pueden ayudar a elevar candidatos y derrocar gobiernos. Pero no sabemos utilizar esas redes ni sabemos para qué pueden servir. No lo sabemos, porque son vertiginosamente nuevas. Las usamos sólo para desahogar nuestros odios y nos tragamos todo lo que en ellas se publica. A nadie se le ocurre que puedan servir para consolidar y socializar fines. El mundo ficticio que se gesta en esas redes de locura se va metiendo en nuestro mundo y va distorsionando nuestra realidad. Mientras tanto los que gobiernan, a través de las mismas redes, de la prensa oficial y de la propaganda pagada, nos llenan de mentiras el carriel.

Elegir, controlar, deponer

Elegir, controlar y deponer. O reelegir, si el gobernante resulta bueno. El problema de la sociedad colombiana radica en que creemos que con elegir es suficiente. Si el futuro es de todos, la política y el gobierno son de todos. Ya es hora de que empecemos a cambiar nuestras costumbres. Ya es hora de que aprendamos a conservar al buen gobernante y a derrocar al corrupto o al inútil que llegue a gobernarnos. Y eso lo tenemos que hacer entre todos. Después de elegir sigue controlar. Si no lo hacemos, siempre nos va gobernar la corrupción. Ya es hora de que facebook, whatsapp y twitter cobren el papel de interconectar el mundo. Por nuevas y caóticas que parezcan esas redes, nos corresponde a nosotros el papel de aprender a manejarlas. Nadie nos lo va a enseñar. Cambiemos nuestras costumbres y controlemos a quienes elegimos. Y después del voto, aprendamos a ejercer el veto. Si no lo hacemos, seguirá siendo mentira la democracia.

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La verdad, los toros y el caudillo

La sangre nunca lleva a la verdad

De muchacho me gustaban los toros. Y los gallos. Cuando estaba en una corrida o en una gallera hervía la sangre. Más la mía que la del toro. Más la mía que la de los gallos. Desde hace milenios, los espectáculos en que chorrea sangre han hecho hervir la sangre humana. Y de tarde en tarde necesitamos hacer hervir la sangre. Por eso de niños nos gustaban también las películas de bala.

En las películas el guionista escoge hacia dónde dirigir las emociones; por eso el cine sirve para crear opinión. En los gallos es el azar; es como tirar una moneda al aire. Los toros tienen la ventaja de enseñarnos que vale más la destreza que la fuerza. Y buscando destreza, buscando maestría, cambié toros, películas y gallos por el mazo y el cincel.

Ser leal a la verdad

A la Masonería le agradezco haberme vuelto más justo, más sensato. En la masonería aprendí que seguir a un toro, a un gallo o a un torero tiene que ver más con la emoción. Y que optar por la emoción cuando se sigue un caudillo es tan irracional como una riña o una corrida. La masonería me enseñó a tratar por igual a todas las personas; por eso hoy puedo sentirme más justo. Y me enseñó a ser leal a la verdad.

Pero la verdad nunca es evidente. La verdad nunca está dada como un dogma. La verdad hay que buscarla. Y para encontrarla en un conflicto humano hay que escuchar a las partes. Esa es la diferencia entre el líder y el caudillo; el líder busca la verdad por encima de las emociones y el caudillo, como el guionista en una película de bala, se apropia de las emociones de los que no saben buscar la verdad.

La masonería me enseñó a no tomar partido sin escuchar las dos partes. Porque ese es el único camino posible a la verdad. Por eso no me gustan las películas de bala. Por eso dejo los toros y los gallos para mi placer emocional. Por eso de mis hermanos espero que juzguen sólo cuando tengan la versión completa; si la masonería no lo hiciera, se convertiría en un espectáculo de sangre más.

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NUESTROS USOS Y COSTUMBRES

Tradiciones, inocuas y no tanto

Otro aporte a la Cultura Ciudadana

Tenemos tradiciones. Por tradición, después de cada ceremonia hacemos unos brindis en los que a veces usamos simbolismo “pagano”  y a veces invocaciones no tan simbólicas ni tan paganas que sólo expresan nuestros buenos deseos para el futuro de la Orden y la sociedad toda. Otra tradición, por cierto inocua, es el uso de un lenguaje arcaico y ceremonioso que la mayoría de las veces no sabemos utilizar. Y otra, cuyo fondo es más sensible y delicado, es que los litigios entre masones se resuelven entre nosotros mismos  sin tener que acudir a la justicia ordinaria.

Y está bien que tengamos tradiciones. Las tradiciones dan identidad y las tradiciones unen. Es para lo único que puede servir una tradición. El problema empieza a aparecer cuando las tradiciones se convierten en dogma. Entonces empezamos a creer que en la masonería se adora al sol, a la luna y a los cinco  primeros planetas para alcanzar la cifra mágica de siete. Y la tradición nos hace ver ridículos cuando, queriendo imitar el lenguaje de las cortes, decimos “habéis sido iniciado, desde hoy considérate nuestro hermano”. Y nos vuelve incoherentes cuando, predicando que la masonería nos convierte en “hombres mejores”, ocultamos en nuestros hermanos faltas que pueden atentar contra los intereses de la Orden o  de la sociedad profana.

tradición y ética

Además de tradiciones, toda sociedad tiene normas de ética. Y cuando decimos que queremos ser “hombres mejores”, tenemos que preguntar: “¿mejores que quién?” Algunos dirán “mejores que nosotros mismos” para referirse al esfuerzo que en silencio hace cada masón para pulir su propia piedra. Pero ese esfuerzo, que se hace en soledad, es íntimo y no le aporta mayor cosa a la sociedad. Y es que el término “hombres mejores” tiene que ser más positivo, más externo, más útil a los demás. Para explicarlo me referiré brevemente al concepto de “ética de mínimos” y “ética de máximos”.

De un lado, una “ética de mínimos”  se refiere a las condiciones mínimas que debe reunir un individuo, en cuanto a derechos y deberes se refiere, para pertenecer a una sociedad. Y para dejar claras esas condiciones mínimas existen códigos que en Colombia, como en toda nación culta, ya han sido escritos. A esos códigos los llamamos “la constitución y las leyes”. Del otro lado existe una ética especial que acepta seguir un grupo, también  especial (como los masones),  para alcanzar (en grupo) un fin determinado; a esa ética, que no nos exime de las obligaciones de la primera, la podemos llamar “ética de máximos”. Y, en aras de la ética de máximos, siguiendo una tradición aceptamos los masones resolver nuestras querellas entre nosotros mismos sin recurrir a la “justicia ordinaria” reguladora de la ética de mínimos.

Problemático es cuando esta tradición se vuelve dogma. ¿Qué pasaría si, atendiendo a la tradición, resolviéramos entre nosotros los asuntos que afectan a otros hermanos, a la orden misma o a la sociedad toda? Sabido es que ninguno de nosotros, por alto que sea el cargo que ocupe, podrá nunca ser perfecto. Y nuestras relaciones, como las de todo el mundo,  ocurren en tres ámbitos diferentes: el personal (cercano a la intimidad), el general (regulado por la ética de mínimos) y el especial (ética de máximos). Si el fin de nuestra ética de máximos es hacernos “hombres mejores”, nuestra ética masónica no podrá eludir nunca  la ética general dictada por la constitución y las leyes. De hacerlo, nuestro ideal de convertirnos en “hombres mejores” quedaría por debajo de la ética de mínimos y los masones honestos se sentirían engañados e impulsados a abandonar la Orden.

Sigamos pues brindando por las estrellas y evitemos el ridículo aprendiendo a utilizar correctamente el lenguaje de los reyes de la madre España. Esas costumbres, a nadie dañan. Pero hagamos un esfuerzo por desentrañar los inconvenientes éticos  que pueden tener algunas otras de nuestras sacrosantas costumbres. Sólo de ello depende que la masonería pueda algún día alcanzar sus ideales.

 

Luis Alfonso Mejía Echeverri

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